terça-feira, 14 de agosto de 2012

La perla de Martí


Guillermo Rodríguez Rivera

Los que hemos vivido los ya largos años de la Revolución Cubana, fuimos educados considerando la modestia como una virtud y, en consecuencia, aprendimos a repudiar a los que demostraban ser autosuficientes.

Realmente, creer que uno tiene permanentemente la verdad y que nadie puede esgrimir válidamente un criterio contra lo que pensamos, es fea cualidad del ser humano que siempre anda equivocada. Presumir de infalibilidad, casi siempre se da en quienes fallan.

Pero habría que decir, también, que existen también mentes superiores – que no son muchas – y que resultan capaces de calibrar su valor. Esas mentes superiores que saben lo que valen, son incapaces de proclamarlo allí donde todo el mundo pueda oírlo. No obstante, en alguna dura circunstancia de la vida, cuando ese valor parece ignorado e incluso humillado, el gran hombre (o la gran mujer) pueden comentarlo con ellos mismos y, si lo escriben, casi siempre lo harán en clave.

José Martí manifestó ese pudor en uno de sus hermosísimos Versos sencillos que, además de sencillos, porque su autor escogió para ellos una forma estrófica popular, resultan bien complejos por lo que dicen y por el enorme talento de su autor para colocar complicadas reflexiones en esos octosílabos que parecen escritos como jugando. En uno de ellos cuenta la pena callada que puede encerrar el verso:

Vierte, corazón, tu pena
Donde no se llegue a ver.
Por soberbia y por no ser
Motivo de pena ajena.

La sana soberbia de un hombre superior, rehuye siempre la lástima.

Pero Martí tuvo momentos en su vida – voy a referirme ahora a su vida privada – en que casi se sintió digno de lástima, como pueden sentirse alguna vez todos los hombres. Uno de esos momentos fue la ruptura de su matrimonio con Carmen Zayas Bazán que le hizo perder además la compañía de su hijo.

Carmen no fue capaz de ser la compañera que Martí necesitaba, la compañera de un hombre que había echado sobre sus hombros la tarea de conseguir la independencia de Cuba como condición esencial para la de la que siempre consideró la patria mayor: esa que el mismo llamó “nuestra América”.

En disculpa de Carmen, que era una buena mujer, habría que decir que habría deseado y quizás necesitado un hombre más común. Quería que el hombre talentosísimo que era su esposo, dedicase ese talento al bienestar de su mujer y de su hijo y no al logro de la hipotética felicidad de una patria que no existía. Martí amaba a Carmen: optó por el de ella, frente al amor que por él tuvo María García Granados, a quien glorificó y lloró años después, en los versos en los que la llamó “la Niña de Guatemala”, cuando ya había comprendido que hizo la elección equivocada a la hora de casarse.

Martí sufrió enormemente el abandono de Carmen. En esa indirecta y hermosísima autobiografía que son los Versos sencillos, aparecen estos, numerados en romanos como todos. Llevan el número XLII:

En el extraño bazar
Del amor, junto a la mar,
La perla triste y sin par
Le tocó por suerte a Agar.

Agar, de tanto tenerla
Al pecho, de tanto verla
Agar, llegó a aborrecerla:
Majó, tiró al mar la perla.

Y cuando Agar venenosa
De inútil furia, y llorosa,
Pidió al mar la perla hermosa,
Dijo la mar borrascosa:

¿Qué hiciste, torpe, qué hiciste
De la perla que tuviste?
La majaste, me la diste:
Yo guardo la perla triste.

Es una fábula, como hay tantas, pero tiene un código para ser comprendida.

Si uno va a la Biblia, el gran libro de la tradición judeo-cristiana, que Martí conocía perfectamente, y busca en el Antiguo Testamento, hallará que Agar es la madre de Ismael.

Agar es pues su esposa Carmen. La perla – triste y sin par – es el propio Martí. El Martí roto, perdido, extraviado en el mar donde ella lo arrojó. Todavía en los versos de La Edad de Oro, revista excepcional que dedicara a los niños de América, reaparece el tema que, tratado como alegoría, podría tener diversas interpretaciones. La más general es que a muchas veces no valoramos las bondades de lo que tenemos y nos lamentamos cuando lo perdemos::

Una mora de Trípoli tenía
Una perla rosada, una gran perla
Y la echó con desdén al mar un día:
“Siempre la misma: ya me cansé de verla”.

Pocos años después, junto a la roca
De Trípoli – la gente llora al verla –
Así le grita al mar la mora loca:
“¡Oh mar, oh mar, devuélveme mi perla!”.

Es la historia de un doloroso episodio que el poeta, que el gran hombre, supo convertir en estos objetos de belleza, y nos entregó esa reflexión, brotada de una dura experiencia de la vida.

Publicado por Silvio Rodríguez en su blog Segunda Cita

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