terça-feira, 28 de agosto de 2012

En búsqueda de un sorbo de agua. Los niños siguen muriendo


Ramzy Baroud 

En algún lugar de mi casa tengo una serie de álbumes de fotos a los que apenas me acerco. Me asusta la riada de crueles recuerdos que podría evocar si me pongo a mirar las innumerables fotos que tomé durante un viaje a Iraq. Muchas de las fotos son de niños que habían desarrollado formas raras de cáncer como consecuencia de su exposición al uranio empobrecido (UE) que EEUU utilizó en su guerra contra Iraq de hace más de dos décadas.

Recuerdo mi visita a un hospital que dependía de la Universidad Al-Mustansiriya en Bagdad. El hedor que impregnaba sus pasillos no era el olor de las medicinas sino los efluvios de la muerte. En una época de asedio agobiante, el hospital carecía incluso de las medicinas y equipo anestésico más básico. Los niños estaban sentados y miraban fijamente a sus visitantes. Algunos lloraban con un dolor inabarcable. Los padres oscilaban entre la esperanza y la inutilidad de esa esperanza, y en los momentos de oración, rezaban debidamente.

Un joven doctor ofreció un diagnóstico radical: “Ningún niño que entre en este lugar va a salir nunca vivo”. Como en aquel entonces yo era un joven periodista, tomé nota diligentemente de sus palabras antes de hacerle más preguntas. No captaba bien la finalidad de la muerte.

Bastantes años después, la desolación prosigue su andadura en Iraq. El 16 de agosto, 90 personas murieron asesinadas y muchas más resultaron heridas en ataques perpetrados por todo el país. Las fuentes de los medios de comunicación informaron del baño de sangre (tan solo en este mes, han muerto asesinados casi 200 iraquíes), pero sin ofrecer mucho contexto. ¿Queremos con ello significar que la violencia en Iraq ha trascendido cualquier nivel razonable? ¿Qué los iraquíes se revientan sencillamente porque su destino es vivir en el temor y la miseria perpetuos?

Pero los muertos, antes de que los mataran, eran personas con nombre y con rostro. Eran individuos fascinantes por derecho propio, que merecían vivir, tener derechos y dignidad. Muchos de ellos eran niños que no sabían nada de las disputas políticas de Iraq provocadas por la ocupación y las guerras estadounidenses y fomentadas por todos aquellos que se alimentan del sectarismo.

Nos olvidamos de eso frecuentemente. Quienes se niegan a caer en la trampa de los extremismos políticos tienden aún, de una forma u otra, a procesar y aceptar la violencia. Coexistimos con la tragedia en la creencia de que las bombas explotan de forma aleatoria y que a las víctimas que logran sobrevivir no puede ayudárseles. De alguna manera aceptamos la idea de que no se puede repatriar a los refugiados y que no se puede alimentar a los hambrientos.

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