terça-feira, 22 de janeiro de 2013

MARTÍ SENTADO ANTE UN DISPLAY


…«en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día».



 Por Jorge Sariol

La pregunta que muchos se hacen sobre cuánto habría escrito José Martí de haber tenido acceso a las nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones, parece tener solo una respuesta: sus obras completas serían descomunalmente enciclopédicas.

Y es que en verdad la computadora resulta una herramienta fabulosa que dinamiza y hace más eficiente y eficaz la creación. Sin embargo, como instrumento de relación ―global y subida a esa alfombra voladora llamada Internet­― hace productivos a los normales y a los talentosos los vuelve geniales. A los geniales, en cambio, puede que no signifique mucho. Ellos están por encima de las delicadas plumas de ganso, la incombustible Underwood o una potente Macintosh.

Visto de este modo, probablemente la producción martiana sería de poco volumen, pero profusamente multimedial y equilibradamente coherente en el manejo del hipertexto.

De algo podemos estar seguros: igual tendríamos la misma labor abarcadora, profunda y visionaria del apóstol, nunca ajena a la ciencia y la tecnología, y jamás como individuo-pasivo-inerme-acrítico. Una muestra de su ideario lo aclara: «¿Para qué, sino para poner paz entre los hombres, han de ser los adelantos de la ciencia?».

El 3 de enero de 1880 Martí desembarca en Nueva York. En los próximos 15 años su vida andará en un ir y venir en una ciudad cosmopolita y moderna. Fueron tres lustros de asumir cargos de cónsul de tres países, de ofrecer conferencias, dar discursos patrióticos y literarios, fundar un periódico y un partido político. Todo hasta el 12 de enero de 1895 en que zarpa para la guerra necesaria. Después del deber patriótico, su labor como periodistas es una de las más ricas.

Será el ciclo de sus brillantes crónicas en The Tour y The Sun, muchas para reflejar el ámbito que hoy definiríamos como tecnocientífico. Tres años después de haber llegado a NY, el maestro es ya colaborador de La América, una revista de agricultura, industria y comercio, de la que también será director durante trece meses. «Siglo de ferrocarriles, de electricidad y de maquinaria es el nuestro» escribe en noviembre de 1884 en dicha publicación. Y de la electricidad nos dice «Años hace, la electricidad era fuerza rebelde, destructora y confusa. Hoy obedece al hombre, como caballo domado. De lo que hace decenas de años era apenas grupo oscuro de hechos sueltos, se hace ahora muchedumbre de familias, cada cual con campo y tienda propios que tienen aires ya de pueblo y ciencia».

Dice más. En el cuarto número de La Edad de Oro explica que en próxima edición ofrecerá un artículo titulado «La luz eléctrica», que cuenta cómo se hace la luz, y qué cosa es la electricidad. Pero no habrá más Edad de Oro. El dueño reclama que en sus páginas Martí no incluya el temor a Dios. Y Martí quiere hablar de que «Se ha de conocer las fuerzas del mundo para ponerlas a trabajar, y hacer que la electricidad que mata en un rayo, alumbre en la luz».

Es que vive en la Nueva York que estrena el puente de Brooklyn, portentosa estructura que se abría al público justo el 24 de mayo de 1883. El poeta no puede dejar de fascinarse: «parece que ha caído ―dice― una corona sobre la ciudad, y que cada habitante la siente puesta sobre su cabeza». El periodista reseña admirado que «Arranca del lado de New York, de debajo de mole solemne que cae sobre su raíz con pesadumbre (…) sálese del formidable engaste a 930 pies de distancia de la torre, al aire suelto (…) que por donde cruza el puente miden 118 pies sobre el nivel de la pleamar, encumbrase a la mitad de su carrera, a juntarse, a los 135 pies de elevación sobre el río…».

Pero el ojo crítico del pensador advierte: «Y los creadores de este puente, y los que lo mantienen, y los que lo cruzan, parecen, salvo el excesivo amor a la riqueza que como un gusano les roe la magna entraña, hombres tallados en granito».

Es la época del telégrafo, de las populares máquinas de escribir Remington, del naciente fonógrafo. Sobre este último fabulará que un poeta «en las altas horas de la noche, cuando las ideas echan alas, y se tiñe la sombra de colores, y pasa una virgen llorando sobre su corazón roto (…) el poeta habla por la trompeta al rollo que recoge sus imágenes y a la mañana siguiente, con poner en el fonógrafo el roll, los versos salen cantados».

Tiene aún tiempo para una revista francesa ―Los Anales de la Higiene― y escribe que «el arte de curar consiste más en evitar la enfermedad y precaverse de ella por medios naturales que en combatirla por medios violentos, e inevitablemente dañosos para el resto del sistema, cuyo equilibrio es puesto a contribución en beneficio del órgano enfermo».

Ha vislumbrado, en la distancia poética, al gran Louis Pasteur: «Encorvado sobre los átomos, ha vivido penetrado de asombro de las maravillas de la obra viva». De todos modos dejará para la posteridad una frase aleccionadora: «El periodista ha de saber, desde la nube hasta el microbio».

En 1889 se abre la histórica Exposición de París: Martí, inmerso en sus deberes no puede asistir. Es de suponer que lo lamente, pero la imaginación vuela sobre el Atlántico para evaluar: «Los pueblos todos del mundo se han juntado este verano (…). Y eso vamos a ver ahora, como si lo tuviésemos delante de los ojos. Vamos a la Exposición, a esta visita que se están haciendo las razas humanas.»

Dirá en otra parte que «Ya las exposiciones no son lugares de paseos. Son avisos: son lecciones enormes y silenciosas: son escuelas. Pueblo que nada ve en ellas que aprender, no lleva camino de pueblo».

Aún faltan 60 años para que el análisis social decida agarrar a la ciencia y la tecnología por los cuernos. Pero Martí ha demostrado que no basta describir el nuevo artefacto o explicar la nueva invención, sin desentrañar motivos y perspectivas.

«Al mundo nuevo corresponde la universidad nueva. A nuevas ciencias que todo lo invaden, reforman y minan nuevas cátedras. Es criminal el divorcio entre la educación que se recibe en una época, y la época. En tiempos teológicos, universidad teológica. En tiempos científicos, universidad científica».

En la carta a María Mantilla ―escrita en Cabo Haitiano el 9 de abril de 1895― declara: «Donde yo encuentro poesía mayor es en los libros de ciencia, en la vida del mundo, en el orden del mundo, en el fondo del mar, en la verdad y música del árbol, y su fuerza y amores, en lo alto del cielo, con sus familias de estrellas, —y en la unidad del universo, que encierra tantas cosas diferentes, y es todo uno, y reposa en la luz de la noche del trabajo productivo del día».

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