Jorge Gómez Barata
En 1959 la Revolución Cubana emergió triunfante y lo hizo con el programa presentado en 1953 que sirvió de base al consenso propiciatorio de la lucha armada contra la tiranía. En aquel documento (disponible), Fidel Castro anunció que la Revolución promovería cambios estructurales para implantar la justicia social, reivindicar la soberanía nacional, rescatar los recursos naturales, desarrollar el país, restablecer las libertades ciudadanas y la democracia conculcadas. No había allí una palabra que aludiera al comunismo, a Estados Unidos ni al imperialismo.
Sorprendentemente, con brutal intransigencia e inusitada violencia, aquel empeño fue confrontado por Estados Unidos. Tan desproporcionada fue la reacción que se ha dicho que Eisenhower se comportó como si Fidel Castro fuera un separatista que hubiera promovido la revolución en algún estado de la unión americana. La reacción que incluyó el apoyo a la contrarrevolución, las acciones terroristas y el éxodo migratorio obligó a la Revolución a compartir la actividad creadora con los esfuerzos para la supervivencia y forzó definiciones y alianzas prematuras que hubieran podido seguir cursos más serenos.
Asumir la experiencia y la alianza soviética no fue error ni pecado sino una búsqueda que asumió lo que entonces era un modelo acreditado, caracterizado por su cohesión interna y acompañado por una relevancia internacional indiscutible. La ayuda de la Unión Soviética permitió sobrevivir a la agresividad de Estados Unidos e hizo posible avanzar en el desarrollo económico y social del país y en la edificación de las fuerzas armadas. El apoyo político fue vital en la confrontación con el imperialismo y en la actividad internacional de Cuba.
No hay que soslayar el hecho de que Cuba estuvo a la altura del compromiso; ejerció la solidaridad hacía la Unión Soviética, contribuyó a elevar su prestigio y en su defensa tomó enormes riesgos, algunos tan trascendentes como los que en 1962 condujeron a la Crisis de los Misiles. Contra su credo y arriesgando su seguridad, la Revolución introdujo misiles y armas atómicas en Cuba, se abstuvo de sumarse a la crítica al stalinismo y a la condena por los sucesos de Checoslovaquia y Afganistán.
Lo erróneo no fue aceptar las realidades de entonces, pero puede serlo no trascender aquellas opciones una vez que, por su propia experiencia, según la confesión de sus líderes y la decisión de su propio partido, su inviabilidad fue confirmada, no sólo en el lugar de origen sino en otros diez países. De aquellos hechos han transcurrido veinte años.
El presidente Raúl Castro ha sido explicito: “No hay Revolución sin errores”. Haber copiado en exceso de la Unión Soviética figura entre los errores reconocidos y criticados por Fidel Castro que, junto con la autocrítica, impulsó el Proceso de Rectificación que fue abortado precisamente por la desaparición de la URSS.
En ocasiones los cubanos han sido criticados por una presunta “falta de fijador” manifestada en la incapacidad para sostener determinados estándares, cosa que al parecer no funciona en cuanto a la integración del legado soviético al pensamiento político y económico y al modo como en algunas estructuras se sostienen dogmas, conceptos, incluso mitos asociados a una experiencia fallida y trascendida.
La madurez se expresa también en la capacidad para distinguir entre legados y lastres. Los primeros han de ser disfrutados y los segundos liberados. Confundir lo uno con lo otro puede ser dañino. Allá nos vemos.
La Habana, 29 de mayo de 2012
Fuente: MONCADA, Grupo de Lectores en el Mundo
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