Karina Marrón González
Pareciera una locura que alguien deseara la guerra, pero el 24 de febrero de 1895, los cubanos volvieron a la manigua con el corazón alegre.
Conquistar el sueño de la libertad para Cuba pasaba inevitablemente por el sacrificio enorme de volver a las armas, dejar el hogar, ofrecer el pecho a las balas; mas lo hacían gustosos. Demasiado tiempo habían acariciado el anhelo de la independencia, demasiados hijos ofrendaron su vida y aún la bandera española lucía dueña y señora donde debía estar, únicamente, la bandera de la estrella solitária.
El 24 de febrero, la guerra era el sueño más dulce. No porque quienes se levantaron una vez más contra el poder de la metrópli, desconocieran las penurias a las que se enfrentarían. Ya habían recorrido un largo camino: 10 años de andar la isla descalzos, con escasa ropa y armamento, muchas veces cargando los heridos, la familia, aliviando los dolores del cuerpo gracias a las bondades del monte; 10 años enterrando muertos queridísimos; 10 años de du-ra pelea y machete.
Sin embargo, nada de esto importaba, solo la libertad de Cuba. Lo habían dicho en Ba-raguá, en 1878, y por ello lo habían intentado otra vez en 1879, en aquel ímpetu por no re-nunciar que fue la Guerra Chiquita.
Ahora era el momento. La contienda era una necesidad, porque ninguna felicidad estaría completa mientras la Patria permaneciera atada a los designios de otra nación.
Y por ello no hubo descanso. Aquí y allá se fueron tejiendo las redes para que definitivamente el sacrificio rindiera sus frutos. Cubanos de todas partes, todos los colores, todos los estratos, se unieron con ese fin, aportaron sus "riquezas"; a veces solo un par de pesos que lograban con muchas horas de trabajo, pero que igual servían para "la causa".
Nada impediría esta vez la conquista de la ansiada libertad. Ni las traiciones ni los fracasos pondrían el desánimo en el corazón de aquellos pinos viejos, cuya vida estaba consagrada por completo a esa misión, o en el de los pinos nuevos, que habían crecido con ese deseo.
Fue por esta razón que cuando el 6 de enero de 1895 fueron incautados los tres barcos que debían conducir a la Isla a los principales jefes militares residentes en el extranjero, y los recursos bélicos para apoyar el alzamiento in-terno que debía efectuarse de manera simultánea; la respuesta fue redoblar esfuerzos, prepararse otra vez.
Unánime era el reclamo de volver a las armas y por ello Martí, pilar indiscutible de la unidad y la organización alcanzada, firmó ju-nto a otros patriotas la orden. Fue recibida por Juan Gualberto Gómez e inmediatamente el país se dispuso para el esperado día. El mismo Apóstol vendría a Cuba "en una cáscara de nuez, o en un Leviatán", pero no habría más esperas.
El 24 de febrero de 1895, los cubanos volvieron a vestir el traje del guerrero; no porque añoraran la gloria de los héroes homéricos, pues muchos bravos murieron sin que sus nombres aparecieran jamás en los libros de historia. Fueron a la guerra porque era el único camino hacia la libertad y por eso el corazón palpitaba alegre, como si finalmente hubiesen convertido en realidad el sueño.
Tomado de Granma
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