domingo, 24 de junho de 2012

Agua en canasta. El genocidio de las áreas verdes



Por Dalia Céspedes

Gertrude Stein dijo: Una rosa es una rosa es una rosa

LA HABANA - Lo más curioso de las ideas originales es que no lo son. Brotan de una fuente visitada durante millones de años y el individuo bebe de ella, pero no es una fuente individual, que es como nosotros concebimos lo original: como único. Cuando Shakespeare dijo que la cuestión es ser o no ser, llegó a una conclusión manoseada y aprehendida por millones de seres. Tal vez William fue el primero en expresarlo en nuestro lenguaje moderno; sin embargo to be or not to be es una cuestión que debe haber interesado a muchas criaturas, de todo tipo, antes de la época isabelina.

¿Piensan los árboles? Aquí habrá multitud de opiniones, siendo el pensamiento nuestra posesión más sagrada, no se nos ve tan dispuesto a compartirla con otros seres vivos. Sin embargo, si Descartes, otro que se encontró una perla en el camino, tiene razón al decir “pienso, luego existo”, existir es pensar y todo lo que vive lo hace en proximidad de un pensamiento básico o sublime que es la propia inteligencia de estar vivo. Como en un eterno vaivén, todos nos alejamos de esa idea y volvemos a ella, como la rama movida por el viento se acerca y se aleja de su tronco.

Sin embargo, nadie, por obtuso que sea, se negará a aceptar que un árbol es un ser vivo. Cuando este ser viviente se nos hace molesto –pues, por ejemplo, rompe las aceras- se decide su eliminación. Debo ser justa, no es “eliminación” el concepto que maneja ese sector ambiguo que en las ciudades se nos da a conocer como “áreas verdes”.

En reciente comparecencia televisiva, el director de esa institución en esta ciudad que algunos gustan de llamar San Cristóbal de la Habana, habló de “sustituir” aquellos individuos que, como el algarrobo, el ficus, el pino o el jagüey, tienen la mala costumbre, inadmisible en la comunidad urbana, de crecer inmoderadamente, resquebrajando las aceras y extendiendo sus ramas hacia cables y edificios. ¡Vándalos! ¡Irresponsables árboles! Solo por esto merecen morir; mejor dicho, según prometió el funcionario, ser sustituidos.

Serán, dijo, reemplazados, por especies más pequeñas, como la majagua, de bellas flores y raíces, osaré decirlo, más convenientes. ¿Y alguien dudará que actuar según las conveniencias sociales es muestra de inteligencia? Perdón, bromeaba. La majagua no es más inteligente que el pino; es solo menos molesta.

Para los seres humanos, pensar es cuestión de palabras. Y conceptos. El genocidio es uno de tales conceptos; si la palabra no miente, es el asesinato de una forma de vida. ¿Las lechugas son un pueblo? ¿Y las siguas, las polímitas, los cagüairanes, dagames, cedros, perros, gatos, chivos? Cuando un pueblo está por desaparecer, aplastado por los requerimientos de eso que los antiguos poetas japoneses llamaron “el mundo flotante”, nos preocupamos. Por ejemplo, por las diezmadas tribus amazónicas. O cuando un pueblo, digamos los tibetanos o los sirios, padecen un desgobierno brutal, también nos preocupamos. Quiere decir que lloramos ante el televisor. Como lloramos ante cualquiera de las otras telenovelas.

Cuántos árboles deberán ser “sustituidos” en nuestras ciudades antes de darnos cuenta que ese mecanismo de sustitución es el mismo que se aplica, día tras día, durante miles de años, contra todos nosotros, por aquellos cuyos criterios de fiabilidad, rentabilidad y viabilidad no son ni fiables, ni rentables ni mucho menos viables.

Hay un sinnúmero de vidas individuales; también hay una vida sola que es para todos la misma. Entre esos dos conceptos cabe mucho pensar y poco talar.

Posdata: camino de la escuela de mi nieto, he visto una ceiba derribada. Cortada, tal vez, porque ocupaba el sitio de un futuro “timbiriche” (pequeño negocio). Mi amiga Elisa, que vive junto al encumbrado puente de Bacunayagua me cuenta de alguien, no lo llamaré ni campesino ni agricultor, que por comprar terrenos se sintió dueño de la ley y echó abajo sesenta palmas para sembrar plátanos. Si, ya sé que las palmas no se comen. Es tal vez por eso que las amábamos tanto, tanto como para considerarlas un símbolo de la libertad. En cuanto a la ceiba, diré como Gertrude Stein, Una ceiba es una ceiba es una ceiba.

Y, por lo mismo, no se puede tumbar.

Tomado de Progreso Semanal
http://progreso-semanal.com/4/index.php?option=com_content&view=article&id=4776:elngenocidio-de-las-areas-verdes&catid=4:en-cuba&Itemid=3

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