El
 18 de noviembre de 1836 nace en Baní, República Dominicana, el 
Generalísimo Máximo Gómez, un hombre imprescindible en la historia de 
Cuba
Encabezó a los cubanos en la memorable carga de Pinos de Baire, un 
día de octubre, al inicio de la Guerra Grande. Fue el vencedor de mil 
batallas: La Sacra y Palo Seco, El Naranjo y Las Guásimas, Mal Tiempo y 
Saratoga, entre otras; el estratega brillante de las campañas Circular, 
La Lanzadera y La Reforma; el que le hizo gastar a España hasta la 
última peseta y el último soldado.
Según confesión propia, el Generalísimo Máximo Gómez amaba la 
montaña, la sabana, las palmas, el arroyo, la vereda tortuosa para la 
emboscada, la noche oscura y lóbrega para el descanso de los suyos o 
para el asalto al descuidado fuerte español.
Amó más aún la lluvia que obstruía el paso del enemigo y denunciaba 
su huella, el tronco en que podía disparar a cubierto y certero; quiso 
como una novia el fusil; idolatró cual una divinidad al machete. Y 
cuando el amor fue correspondido —solía decir—, y supo acomodarlo a sus
 miras y propósitos, entonces el combatiente se sintió gigante y se rió 
de España.
IMAGEN DEL HÉROE
Cuenta el general mambí Miró Argenter que era Gómez de buena 
estatura, de pocas carnes, flaco, de tez trigueña, mirada viva y 
penetrante. Quienes le conocieron coincidían en afirmar que no fumaba ni
 profería malas palabras, ni permitía tampoco que se dijeran en su 
campamento.
Su uniforme, sencillo: botas de cuero, pantalón de casimir oscuro y 
una blusa guerrera color gris a rayas: en invierno se abrigaba con un 
saco de paño negro. Solo usaba como insignias el escudo de Cuba y la 
estrella solitaria, prendidas del lado izquierdo del pecho. Al cinto, un
 revólver con cabo de nácar y en los últimos tiempos, el machete curvo 
que había sido de Martí.
Muy sobrio en las comidas, preferiblemente asadas, gustaba de 
vegetales y dulces. Era tomador de café y solía obsequiárselo a los 
visitantes. Siempre llevaba consigo un jarrito de plata para los 
líquidos, que ataba en la parte posterior de la montura.
Escribía de noche hasta altas horas. Su cama habitual era la hamaca. 
Al toque de diana se levantaba el primero y su asistente le vertía sobre
 la cabeza un galón de agua, incluso en pleno invierno, ante el asombro 
del doctor Pérez Abréu. “Así no se cogen catarros”, decía simplemente el
 Generalísimo.
EL MÁS CAPAZ DE TODOS
Rápido y resuelto en su
 acción describía a Máximo Gómez el mambisito Miguel Varona Guerrero, 
quien apenas un adolescente se ganó machete en mano las estrellas de 
oficial. El general Enrique Loynaz del Castillo añadía: “Sus cabellos, 
más blancos que la humareda de los fusiles, a vanguardia siempre nos 
señalaban en el combate el camino del honor”.
Organizador enérgico, solía decir Martí, donde está Gómez, está lo 
sano del país, y lo que recuerda y lo que espera. ¿No es el más capaz de
 todos —señalaba Maceo—, y el que ahoga la ambición mezquina con su 
gloria y con su espada, más grande y más brillante que todos?
La historia militar del Generalísimo —escribió Miró Argenter—, se 
halla tan estrechamente unida a los fastos gloriosos de la rebelión de 
Cuba que bien puede decirse que él la escribió toda con su espada 
invicta. Fue iniciador de nuestra vocación internacionalista, el maestro
 en el campo de batalla de alumnos mozos y soldados inexpertos que 
llegaron a la categoría de caudillos de fama universal. Como por 
ejemplo, de Antonio Maceo.
Incluso los españoles no le escatimaron elogios. Arsenio Martínez 
Campos lo llamaría “el primer guerrillero de América”; Armiñán, “el que 
más valía de nuestros enemigos”; Cánovas le calificaría “el mejor 
general de ambos bandos en la guerra de Cuba”.
Entretanto, Gómez solo se consideraba a sí mismo “un soldado 
defensor, leal y entusiasta, de la causa de un pueblo noble, valiente y 
tan cercano, que casi es lo mismo, a la tierra donde se meció mi cuna”. 
Siempre estaré pronto a ocupar mi puesto de combate para la 
independencia —confesó el dominicano a Martí—, sin otra ambición que 
obligar a los cubanos a que amen a los míos y me recuerden mañana con 
cariño. 
Tomado de Granma
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