La
Habana, (pl) Fue poco, muy poco el tiempo vivido por José Martí en
Cuba. La infancia y la adolescencia casi hasta los 17 años, con dos
salidas por cerca de un año en la niñez: a Valencia, cuando el padre
intentó restablecerse en su lugar de origen, y en Honduras Británica,
hoy Belice, junto al padre que buscaba ingresos para sostener a la
familia.
Luego, el año en que residió entre agosto de 1878 y septiembre de
1879, tras abandonar Guatemala. Y, finalmente, las cinco semanas y media
por los campos orientales, cuando se incorporó a la Guerra de
Independencia desatada por su prodigioso impulso organizativo.
Sin embargo, su vida, como sabemos, la dedicó plenamente a la patria,
tanto que la llamó indistintamente madre y esposa. La patria, Cuba,
fue la figura femenina por excelencia a la que de algún modo sacrificó
el amor de su propias madre y esposa.
La primera le reprochó siempre esa preocupación patriótica y le incitó a
abrirse un camino profesional en el entorno familiar. La segunda
terminó por separarse de él y siempre se quejó de su desatención a los
problemas materiales de ella y del hijo.
Ambas, la madre y a esposa, fueron mujeres inteligentes, persistentes y
hasta tenaces en su relación con él, verdaderos caracteres que no
cejaron en sus respectivas apreciaciones acerca de la vida, la familia y
el hogar. Martí arrostró sus incomprensiones por la dedicación
patriótica, sin esperanza ni deseo de recompensa: más de una vez
escribió a su amigo mexicano que estaba muerto por dentro.
De alguna manera, pues, renunció a su vida íntima por la patria, aquella
mujer inasible que gemía bajo el yugo colonial. Cuánta materia en esta
relación para un psicoanalista, desde luego; cuántas razones que nos
explican hoy por qué fue el líder de la Revolución del 95 y por qué ya
en vida era el símbolo de la nación, como lo ha continuado siendo hasta
el presente.
Él mismo inició uno de sus Versos libres así: "Dos amores tengo yo: Cuba
y la noche". La noche -él mismo explicó más de una vez- era el momento
de su creación poética, cuando se le aparecían los fantasmas, los
ángeles y los demonios que movían su pluma de bardo.
Sin embargo, el amor a Cuba fue superior; por ella lo dejó todo, hasta
su obra de escritor, hasta aquellos versos rebeldes, revueltos, brotados
de sus entrañas, lastimosamente jamás terminados, con los que iba a
revolucionar el arte poético de su tiempo.
No hay misterios ni tortuosos recovecos inconscientes en su actitud. Fue
la suya la misma de muchísimos, de cientos y de miles de cubanos y
cubanas desde el 10 de octubre de 1868. Pensemos en aquel señorío
oriental y camagüeyano que echó por la borda casas acomodadas,
bienestares y familias unidas para ir a la guerra que los mató a casi
todos, dejó sin bienes a los sobrevivientes y convirtió a sus esposas e
hijas en asalariadas.
Pensemos en aquellos orgullosos hombres de campo, cultivadores de sus
propias tierras, que abandonaron sus propiedades. Pensemos en aquellos
jóvenes habaneros que dejaron estudios y brillantes porvenires para
enrolarse en un largo combate que los dejó enfermos, sin dinero, sin
acomodo en la sociedad colonial.
José Martí fue tan cubano como todos aquellos, aunque naciera de madre
canaria y de padre valenciano. Fue un cubano pleno en sus hábitos y
costumbres, en su cultura. Se crió en los barrios populares habaneros,
junto a niños y familias de negros y mulatos libres, de inmigrantes
venidos de España en busca de trabajo.
Su entorno infantil fueron el puerto activo, la marinería pendenciera,
los esclavos caleseros tras el mohín de la esclava doméstica, los mil y
un artesanos y los disímiles pequeños comercios, las cajas de azúcar, el
trepidante tráfico de aquella ciudad de administración, comercio y
entretenimientos promiscuos y poco pudorosos casi siempre.
En el hogar, la rectitud y honradez de una familia de trabajo, católica,
fiel a la Corona y orgullosa de los uniformes militares que vistieron
el padre, el abuelo materno y los amigos de ambos.
La adolescencia, precozmente, le abrió otro mundo: el de la clase media
cubana, quizá sin muchos bienes, pero ilustrada, bien informada de la
cultura moderna, ansiosa por transformar el régimen político y enemiga
de la esclavitud a la que consideraban una verdadera indignidad.
Ese grupo de maestros, abogados, escritores, de letrados liberales y
republicanos en su mayoría que se enorgullecían de ser cubanos y bien
diferentes a los españoles, aquella sociedad fue la que dio impulso a su
compromiso patriótico y conciencia plena de lo que había venido
asimilando de la cultura popular.
Y si como tantos otros, muchos otros cubanos, Martí consideró llegado el
momento de plasmar la independencia ansiada tras el estallido del 10 de
octubre de 1868, su particular compromiso quedó sellado con su paso por
el presidio político.
Esos meses bajo terribles trabajos forzados, encadenado, apaleado,
viendo la muerte a su lado, a punto de morir él mismo, pusieron para
siempre a Cuba en el centro de su atención y de su vida.
Por eso en Madrid y en Zaragoza, mientras estudiaba en condición de
deportado, lo consideraron filibustero por andar con los patriotas y
escribir a favor de la libertad de Cuba. Por eso en México, donde su
trabajo alimentaba a sus padres y hermanas, se enroló en una expedición a
Cuba que nunca pudo partir. Por eso en Guatemala, cuando levantaba
hogar propio junto a su esposa, se moría de vergüenza por no haberse
incorporado a los campos de batalla.
El regreso a Cuba estremeció su sensibilidad al ver los logreros y
oportunistas que medraban a la sombra del poder colonial. Pero renació
cuando se vinculó con los que conspiraban, con la Cuba secreta y
profunda que no aceptaba el bochornoso Pacto del Zanjón sin
independencia ni abolición de la esclavitud.
Un joven negro, hijo de esclavos, brillante y escritor como él, fue su
amigo y compañero desde entonces: Juan Gualberto Gómez. Conoció a muchos
de los antiguos soldados de la patria que se hallaban confusos y
querían seguir peleando, entró de lleno en la sociedad habanera desde su
condición de abogado e intelectual, anduvo por los campos y pueblos del
occidente de la isla amarrando cabos para los alzamientos. Su carisma y
talento de organizador le elevaron rápidamente a la dirigencia de la
conspiración que emprendería la Guerra Chiquita.
Ya no hubo, no podía haber marcha atrás en su compromiso con Cuba. Fue
deportado por segunda vez a España, escapó a Nueva York y desde allí fue
una de las almas de la emigración cubana. Fue un proceso largo, hasta
con retrocesos y dificultades, pero supo ganarse el corazón de los
tabaqueros, de los blancos y los negros, de los pequeños comerciantes y
hasta de los aristócratas que moraban en la Quinta Avenida.
Durante más de diez años escribió en innumerables periódicos para los
hispanoamericanos con Cuba en la cabeza y en la previsora mirada hacia
el futuro.
Cuando lo creyó oportuno aunó todos los esfuerzos en el Partido
Revolucionario Cubano y fue el organizador de una guerra para sacar a
España de Cuba y para impedir la entrada de Estados Unidos en las
Antillas.
Su radical proyecto republicano se formó al calor de los debates de la
emigración y del interior de la isla. No dio cabida al caudillismo ni a
las aventuras expedicionarias, sino que urdió una fina trama de
intereses y sectores para emprender una guerra de mayorías y de carácter
popular. Siempre aspiró la ese, con el habla habanera. Se acordó del
pueblo costero de Cojímar en uno de sus ensayos esenciales. Disfrutó la
tisana campesina en el monte oriental.
Por eso quizás sólo volvió a saborear la felicidad cuando pisó de nuevo
la tierra de Cuba la noche del 11 de abril de 1895. "Dicha grande",
escribió en su diario, en que apuntaba sobre la flora, la fauna, las
gentes y su habla y costumbres, la política de la guerra: estaba
descubriendo una Cuba que no conocía, la del campesino oriental, la del
campamento y el combate.
Por eso murió de frente en la pelea el 19 de mayo de 1895, porque era tan cubano como los demás cubanos.