Rebasar ese lado oscuro de nuestra cultura política requiere, en particular, dejar de hablar sobre la necesidad de construir espacios sistemáticos para el debate, y acabar de establecerlos...
Por: Rafael Hernández
Estas notas se dirigen a comentar algunos rasgos de nuestra cultura política. Se trata de un conjunto de creencias, actitudes y modos de pensar la política, muy particularmente, determinadas conductas, códigos de comunicación cívica, formas de intercambiar ideas, discutir, debatir, que jóvenes y viejos, mujeres y hombres de diversos colores, radicados en la isla y en la diáspora, comparten, al margen de sus diferencias ideológicas, y que los caracterizan como participantes de una misma cultura política.
Al igual que otras dimensiones de nuestra cultura nacional, la cultura política se matiza según el grupo social, la generación, el lugar donde se vive; se acentúa según marca de origen del discurso (“la calle”; los medios; los políticos), se impregna de la toma de partido de cada cual y de los vientos que soplan. Sin embargo, como también ocurre con la cultura cubana en general, estas múltiples variantes se compaginan en una misma matriz, donde hallan articulación contradictoria modos similares de reflejar la política, conducirse ante ella y procesar las diferencias. Esta matriz –como muchas cosas ya existentes antes de 1959— se remonta a la formación y desarrollo del carácter nacional, ese conjunto de rasgos que a veces nosotros no admitimos, y que sin embargo es muy visible para otros pueblos que nos miran. Naturalmente, medio siglo de experiencia socialista ha abonado nuestra cultura política y ramificado aún más sus diferencias, a un lado y otro del espectro político —pero también su tronco común—.
Me anima a escribir estas breves notas, sin intención académica, el apego a un pensamiento crítico que nos permita mirarnos a nosotros mismos y a nuestras cosas de manera radical, más allá de velos ideológicos, pedagógicos o religiosos, con el fin de extraer algún tipo de conocimiento útil.
Perfiles (otros) de la cultura política cubana
En un texto reciente (Carta a un joven que se va, blog La Joven Cuba, 13 de junio, 2012) he argumentado, en contra de algunas verdades aceptadas, que los jóvenes cubanos están altamente politizados; en rigor, este es un rasgo de los cubanos en general, quienes se caracterizan, no importa sus diferencias, por interesarse e, incluso, discutir de política sin cesar. Ahora bien, junto a esa capacidad de involucrarse en la cosa pública y a otras virtudes cívicas, también emergen ciertos rasgos no tan positivos. Voy a identificar algunos —de manera muy sumaria, por razones de espacio—, que permitirían dibujar la cara menos luminosa de nuestra cultura política.
1. Escasa aptitud para el diálogo y el debate.
Si aceptamos que el debate y el diálogo requieren escuchar al otro, reflejar sus argumentos, construir los nuestros sobre la base de la razón y la evidencia; si definimos su propósito como aprender a aprender de juicios y opiniones distintos a los nuestros, buscar sin prejuicios la verdad y exponer la nuestra al cuestionamiento y la renovación, resulta obvio que los cubanos, en general, lo practicamos muy poco.
En lugar de un diálogo que recoja el discurso del otro y su sentido, de un debate con sus ideas y argumentos, nuestra manera de discutir exhibe muy a menudo algunos vicios circulares. Voy a mencionar solo tres.
a. Rebatir objetando a la persona, no a sus argumentos.
Un caso extremo de este modo de discutir es el ciberchancleteo –o el chancleteo a secas—, el insulto puro y duro. Los ejemplos pululan en los sitios de Internet de uno u otro signo, aunque no se reducen a estos. Se puede, en efecto, usar un lenguaje “correcto” y hasta literario, y al mismo tiempo, descalificar al otro por su posición, en lugar de refutar sus argumentos y evidencias. Esta manera de discutir, se distingue por etiquetar al contrario. Ejemplo: todo el que no se opone al socialismo, es “obviamente gubernamental y defensor del régimen”; así como, para los de signo opuesto, todo el que critica determinadas políticas cubanas “se ha dejado confundir por la propaganda enemiga”. En el mejor caso es un “ingenuo”; en el peor, es alguien que “en el fondo defiende ideas en las que no cree”, o directamente “un mercenario” o “un asalariado del régimen”.
Para este tipo de “debate”, la mera profesión de determinadas ideas políticas resulta invalidante –a no ser que esa misma persona haga luego acto de contrición, con lo cual será escuchado con respeto, y hasta elogiado. Es como si la atención que merece su opinión dependiera de que fuera aprobada y compartida; como si él debiera pedir disculpas por sus ideas y convicciones —a riesgo de que se decrete algo así como “ya pasó tu cuarto de hora, mejor cállate”. Esta actitud se presenta, paradójicamente, incluso entre aquellos que se definen defensores del pluralismo y la libertad de expresión. Así, paradójicamente, tirios y troyanos, aunque enfrentados ideológicamente, adoptan a menudo una postura intransigente y excluyente común, que los vincula a una misma matriz autoritaria.
b. No reflejar los argumentos del otro, enfrentar el diálogo con el monólogo.
Es el vicio de razonamiento clásico del popular “cuento de los fenicios”. En lugar de asumir el problema planteado, el replicante se va por las ramas, hace derivar el debate hacia sus propios puntos, ignora los argumentos del otro y construye una línea de razonamiento paralela. Esta reacción puede dar la impresión de que el replicante no entiende o no sabe leer. Ejemplos: una persona acude a un espacio de debate, presencia un panel que discute durante una hora, pide la palabra y extrae sus propias notas, redactadas de antemano, que lee como una declaración, sin afrontar ninguno de los argumentos expuestos antes; o interviene en cada sesión de debate, no importa el tema, para repetir siempre las mismas ideas; o reprende al panel porque “yo no vine aquí a escuchar esas opiniones”, o “yo me esperaba otra cosa”, frustrado porque los otros no piensan como él.
En general, este tipo de discutiente confunde elaborar un argumento con dar sus opiniones personales; cree que demostrar una idea consiste en contar dos o tres anécdotas sobre algo que le pasó a él; suele emitir un juicio antes de disponer de información –y si la recibe, y no le viene bien, se encoge de hombros, porque “eso no puede ser así”.
c. Sacar de contexto las palabras del otro, o atribuirle intenciones veladas.
Se aproxima al popular “cuento del gato”. Consiste en poner en la boca del otro razonamientos o argumentos, especular sobre sus implicaciones, y anticiparse a rebatirlos en toda la línea. Este recurso de discusión entre muchos cubanos parece una variante del rasgo anterior, pero tiene connotaciones diferentes. Puede tener cierto éxito en la medida en que logra parafrasear al otro de manera que su versión (sobre lo que el otro dijo o quiso decir) se superpone al original y lo remplaza. Ejemplo: algunas refutaciones de la Carta a un joven que se va se basan en caracterizarla como una defensa de las conquistas sociales de la Revolución y una crítica al embargo, afirman que para su autor elegir a un presidente es irrelevante e irse del país es elegir el camino más fácil. Incluso el lector que ha leído el texto de referencia, puede no percatarse de que ni el bloqueo, ni las elecciones presidenciales ni la decisión de partir como recurso acomodaticio aparecen criticados por ninguna parte; y lo que se menciona sobre “las conquistas” está dicho citando a otros. Esta manera de interpretar y refutar (“¿Acaso quiso decir usted que…, etc.” ) caracteriza la lectura suspicaz de la censura, y se emparenta con la manera de construir argumentos por inducción del Santo Oficio, y los viejos recursos de la prensa amarilla.
2. Tendencia a hablar a nombre de “la sociedad” o de un amplio grupo social (y atribuirle al interlocutor la encarnación de una minoría).
En lugar de una visión personal, muchos cubanos a menudo identificamos nuestros enfoques como reflejo de la mayoría (“el pueblo”, “lo que dice la gente”, “la nación”) o de la manera de pensar de un grupo amplio (“los de a pie”, “nosotros los jóvenes”), o la voz de un grupo políticamente esclarecido (“los que defendemos el progreso y la igualdad”). Los otros, en cambio, se suelen retratar como una minoría políticamente homogénea (“burócratas”, “enemigos”, “los que mandan”, “esos intelectuales”), a la que se le asignan membretes según el partido de cada cual (“las partes blandas”, “diversionista”, “oficialista”).
Curiosamente, la condición de portavoz de una mayoría o un gran grupo no parece requerir entre nosotros otra evidencia que la mera pertenencia. Aceptar este principio, sin embargo, haría de cualquier negro o gay un representante más fiel de la verdad de su grupo que Fernando Ortiz o Mariela Castro.
Un ejemplo al canto consiste en atribuirle la categoría de “voz de una generación” a unas opiniones personales, como si los de una misma edad fueran todos iguales. En efecto, las cifras revelan que la inmensa mayoría de los emigrados son blancos; que si bien la presencia de profesionales jóvenes en el flujo es mayor que nunca antes, estos siguen siendo una minoría en términos absolutos; y que la mayoría de los migrantes no proviene de los sectores más pobres. Nada de esto, sin embargo, lleva a cuestionarse que un (joven) blanco de clase media residente en Odessa hable en nombre de los jóvenes (negros pobres) del barrio santiaguero de Los Hoyos y los (campesinos) de Cumanayagua.
Esta peculiar atribución de representatividad se podría explicar solo por el referente social, ideológico y cultural del debate –es decir, Cuba-. Sería difícil imaginar a CNN, Fox News, RAI o TV Española entrevistando a un sujeto que diga representar a “los jóvenes” o a “los intelectuales” europeos o norteamericanos.
3. Negar o afirmar en bloque el pasado, como argumento de la verdad.
La evocación de “la República”, “la pseudorrepública”, la “Cuba republicana” —período de opresión y sometimiento, o por el contrario, de crecimiento económico y esplendor—, mira nuestra historia como un puente roto entre dos países ajenos. “Antes” o “después” (de la Revolución), “aquella república” o la “Cuba de Castro”, comparten una misma visión partida en blanco/negro.
En consecuencia, para unos y otros, todo lo que pasa o no pasa en la Cuba de hoy se explica como negación de aquella; el presente no es continuidad, sino emanación o resaca de una historia anterior; y sus problemas y soluciones no se construyen a partir de las circunstancias y elementos propios de aquí y ahora.
Esta manera de entender el presente cifrado en el pasado, y a este como su mera anticipación, nos convierte en un país rarísimo, que no se parece a nada, aislado por razones geográficas y por culpa de su historia (“claro, una isla, la maldita circunstancia del agua por todas partes” y otras divagaciones que ignoran nuestro espacio e historia reales) y ajeno al mundo en que vivimos, donde unos ven la encarnación de una utopía y otros pura aberración. “Excepción gloriosa”, “fatalidad” o “error” en el curso normal de la historia, en el fondo, ambas padecen de la misma ineptitud para entendernos como sociedad viva y actuante.
4. El cambio viene de arriba o de afuera, no de abajo.
Pensar que las causas de nuestros problemas radican en el mal gobierno no nos diferencia mucho de la mayor parte de la humanidad. En cambio, sí nos distingue creer que cada percance, pequeño o grande, de la vida cotidiana, sea atribuible al sistema; que los únicos cambios de que vale la pena hablar dependan exclusivamente de “los de arriba”; que “los de abajo” no podamos hacer nada por generarlos, salvo esperar; y que si se demoran en hacerlos más de la cuenta, la opción que nos queda serían la resignación o marcharnos a otra parte.
Lo mismo pasa cuando se asume que males y remedios vienen de afuera; que son, por ejemplo, provocados por causas externas (el “comunismo internacional”, el bloqueo imperialista, el derrumbe de la URSS) y que sus curas vendrán de allende los mares, según las preferencias ideológicas (o la ignorancia) de cada cual –de China, de Europa del Este o incluso de Miami-.
Justificar esta postura que espera porque las cosas bajen o vengan de afuera con la fórmula de “así nos programaron” es un perfecto ejemplo de la circularidad que apunté al inicio. Al igual que la autocensura y otras formas del retraimiento, racionalizan la pasividad y reproducen una actitud fatalista, conducentes a ninguna parte.
POSTDATA.
En los tiempos que corren, junto al desencanto y la desorientación, también ha habido una reactivación de la otra cultura política, la del pensamiento crítico y el compromiso cívico. Su práctica activa es lo que puede inducir, desde abajo y desde dentro, políticas nuevas, que acabarán imponiéndose sobre todas las resistencias, porque son las únicas coherentes con una estrategia de cambio radicada en el consenso.
En cuanto al lado oscuro de la cultura política cubana que he comentado arriba, esta tampoco se desenvuelve en un espacio vacío, sino en un contexto muy denso de verdades aceptadas, que los académicos llaman hegemonía o cultura dominante, especie de sentido común global que se vende como la verdad del mundo moderno. En los términos de esa “verdad” —según se afirma— uno debería decidir “si la toma o la deja”, a sabiendas de que supuestamente se arriesga a que “ese mundo le pase por al lado y no se empate más nunca con la verdad, etcétera”. En este universo donde se ofrecen estilos de vida como si fueran mercancías on sale, el lado oscuro de la fuerza, como en aquella Guerra de las galaxias, impone una presencia avasalladora.
Claro que la historia real es más compleja que la saga maniquea de Jedis y Darth Vaders en un mundo simple hecho de bien y mal. Esa historia nuestra nos acompaña a cada paso, reconstruyéndose incesantemente, a medida que caminamos y la vamos necesitando para seguir, si bien filtrada a veces por tamices irreconocibles. Para mirar el presente como historia compleja, y no como mero teatro de playstation, es necesario darle de ancho a su narración. Se requiere, por ejemplo, examinar la problemática de las generaciones más jóvenes que siguen aquí —a fin de cuentas, la problemática decisiva para el futuro del país—, haciendo uso de datos e investigaciones, muchos de los cuales permanecen hoy compartimentados. Pero también se requiere un análisis concreto sobre “las viejas generaciones”, esos mayores de 60, que se perciben a menudo como un bloque indiviso.
Ese 17,6 de los cubanos residentes en la isla, que incluye a los responsables de la situación nacional, de lo malo y de lo bueno, son, sin embargo, un grupo muy heterogéneo. Por lo pronto, constituyen más de una generación, con notables diferencias entre sí —así como “los jóvenes” son dos o tres, también distintas—. Ni antes ni hoy han integrado una masa unitaria, ni siquiera cuando muchos querían serlo, o estaban convencidos de que lo eran. Esa también es una imagen —una autoimagen— que romantiza los avatares, los conflictos y el drama de las primeras décadas de la Revolución. Parte de esa imagen es la visión en boga que hace del pasado una época en que supuestamente todos asentían, y los que no lo hacían, se quedaban fuera. Es verdad que hubo quienes se quedaron fuera, víctimas de extremismos y sectarismos. Pero también los hubo que disintieron, sin convertirse en renegados, ni resignarse, ni abandonar. Aquellos jóvenes de antaño no fueron un rebaño de corderos; ni la mayoría de los que se opusieron al dogmatismo y a otros males del modelo autoritario que hoy llamamos “soviético” optaron por resignarse. Si al final las ideas antidogmáticas y antisectarias no permanecieron al margen, no fue por dádiva divina ni por el “espíritu de la historia” que las reivindicó, sino porque ellos se mantuvieron, contribuyendo a abrir el camino, muchas veces a contracorriente.
Entre esos viejos jóvenes que no claudicaron, los hay que pensaban, y siguen pensando en muchos casos, de determinada manera (“marxista”, “socialista”, o nada más “revolucionaria”), pero ajena al formalismo, el conservadurismo y la ritualidad política que han marcado el socialismo cubano, y que ha hecho crisis en las últimas décadas. Pintarlos como los sobrevivientes de una época equivocada, que no entendió la naturaleza de las motivaciones humanas, es una simplificación, una trampa de la memoria que tiende a soslayar la complejidad de aquella cultura política, y a ignorar lo difíciles, intensos, contradictorios, batalladores, que ellos eran, y en buena medida, todavía son. Seguramente la mayoría estaría dispuesta a rememorar sus errores, a ser genuinamente autocrítica –práctica que los de menos edad podrían aprovechar en su beneficio-. Al mismo tiempo, sin embargo, el sentirse miembros de esas “viejas generaciones” no conlleva que quieran pedir disculpas por esa condición, por haber sido como son, o por sus ideas políticas de antes y ahora, que consideran auténticas, y que han defendido con honradez. Para muchos de ellos, el espíritu revolucionario se sigue identificando con el cambio y la participación popular, no con la hibernación de determinadas conquistas sociales, o con ideas establecidas sobre un orden socialista igual a sí mismo o dictado desde arriba.
Si se trata de fomentar una cultura política que favorezca el diálogo y el debate en serio, la revisión crítica de nuestra historia, la disposición proactiva al cambio, y el entendimiento y respeto de los otros, es necesario, entonces, pensar a esas generaciones mayores como agregados complejos de grupos sociales y personas, e interactuar con ellas en esos términos, antes de acudir al recurso fácil, típicamente autoritario, de juzgarlos como un bloque conservador y convertirlos en chivos expiatorios.
Por último, ¿qué podemos hacer, en definitiva, con ese lado oscuro de nuestra cultura política, que se traspasa de generación en generación? Desarrollar el debate, evitar esos amaneramientos que plagan nuestras discusiones, requiere que en las escuelas se aprenda a construir argumentos, a escuchar las tesis ajenas, a razonar sobre lo que se dice, en lugar de repetir lemas sobre nuestro proceso; a practicar el pensamiento crítico con la misma naturalidad que la pelota y el baile, en lugar de considerarlo sospechoso y conflictivo; a convertir las organizaciones de jóvenes, los sindicatos y otras organizaciones, en espacios donde se ejercite la reflexión colectiva, capaces de autorregularse, sin necesidad de instructor ideológico; a conocer el drama extraordinario de la Revolución, no esa historia descafeinada, menos apasionante que los cuentos de hadas.
Rebasar ese lado oscuro de nuestra cultura política requiere, en particular, dejar de hablar sobre la necesidad de construir espacios sistemáticos para el debate, y acabar de establecerlos; no cogerles miedo después de abiertos, porque en las discusiones se escuchen a veces frases estridentes; mantenerlos accesibles a pesar de que unos u otros intenten torpedearlos; entregar a las instituciones la total responsabilidad con su gestión y defender su autoridad; aprender que el fomento del debate y el pensamiento crítico en un medio que ha carecido de esta práctica requiere una política resuelta y sostenida, que no se arredre ante los inevitables costos iniciales, las esperables provocaciones, la debilidad, la ignorancia, o el espantapájaros de la glasnost y la peristroika, que todavía asusta a mentalidades atadas a un socialismo que se derrumbó sobre sus propios pies.
Si de actuar sobre nuestra cultura política se trata, o sea, de cambiarnos a nosotros mismos, al menos podemos estar seguros esta vez de que las causas o condiciones objetivas no son las responsables de nuestro inmovilismo.
La Habana, 13 de agosto, 2012.
Tomado de la UNEAC