El 27 de noviembre de 1871, el  joven soldado de voluntarios Ramón 
Santualla, español y analfabeto, se sintió importante  por única vez en 
su vida de recogedor de basura en La Habana, al ser reconocido como 
héroe por su jefe, cuando fue herido por un grupo de negros que atacaron
 su escuadra, involucrada en el fusilamiento de los estudiantes de 
medicina.
De no ser por un reporte militar de la época, nunca hubiera sido conocido y su nombre quedaría tan sepultado en la historia como la basura que a diario enterraba en el vertedero, cuando no se pavoneaba con su uniforme y fusil en la Plaza de Marte, de la capital, rumiando su odio contra los cubanos jóvenes y ricos, quienes les recordaban lo que nunca lograría.
De no ser por un reporte militar de la época, nunca hubiera sido conocido y su nombre quedaría tan sepultado en la historia como la basura que a diario enterraba en el vertedero, cuando no se pavoneaba con su uniforme y fusil en la Plaza de Marte, de la capital, rumiando su odio contra los cubanos jóvenes y ricos, quienes les recordaban lo que nunca lograría.
Esa tarde, mientras se reponía de
 sus heridas, disfrutó de las animadas narraciones de sus compañeros 
sobre cómo caían fulminados de dos en dos ante el pelotón de 
fusilamiento, frente a la pared de un edificio militar a la entrada de 
la bahía habanera, los ocho estudiantes  de medicina, hijos de familias 
criollas pudientes y falsamente acusados de profanación de la tumba del 
periodista peninsular Gonzalo de Castañón.
Años después, el propio 
hijo de Castañón reconoció  que las ralladuras del panteón  fueron 
provocadas  por el deterioro natural  y no por los estudiantes 
ultimados.
El crimen fue instado por el cuerpo los voluntarios, 
milicia integrada por españoles integristas, presuntamente subordinada a
 los mandos profesionales del ejército hispano.
Estas formaciones 
protagonizaron una insubordinación al  movilizarse con su armamento y 
tomar prácticamente la capital para exigir un nuevo juicio que condenara
 a muerte a los estudiantes, ya que el primer proceso en el cual 
participaron militares del ejército, los castigaba solamente a unos años
 de cárcel.
El  gobernador político, Dionisio López Roberts, y el 
Segundo Cabo, General Romualdo Crespo, debido a que el capitán general, 
Conde de Valmaseda, se encontraba en la zona oriental, fueron los 
responsables del desorden, por incitación o cobardía ante los 
voluntarios que aterraron La Habana.
Sobre el papel de estas 
autoridades en los hechos,  el investigador cubano Raúl Rodríguez La O 
obtuvo en España la copia  manuscrita de todo el proceso original y un 
real decreto del 13 de noviembre de 1871 en el que se  destituye al 
entonces gobernador político -López Roberts-, por corrupción en  
escandalosos y turbios manejos de extorsión a chinos y prostitutas.
Basado en esas evidencias documentales y las acciones para consumar los
 asesinatos de los estudiantes, el estudioso llegó a la conclusión  casi
 categórica de que toda la farsa judicial y su fatal desenlace  fueron 
creadas artificialmente por López Roberts con la intención de recuperar 
la confianza del gobierno de la metropoli.
Mientras esto ocurría, 
el 27 del propio mes militares de línea de la guarnición de la Fortaleza
 San Carlos de La Cabaña, ajenos en su mayoría a esta sórdida trama de 
sus máximos jefes, se limitaron a ser testigos pasivos desde las 
murallas del fusilamiento de los casi adolescentes cubanos que  manchó 
para siempre a la corona española y su ejército.
Aunque algunos 
oficiales  no estuvieran de acuerdo con lo que sucedía,  pocos tuvieron 
el valor de decirlo y oponerse a la injusticia, como  el capitán de 26 
años, Federico Capdevila,  defensor de los condenados  en el juicio, a 
riesgo de su vida, y  el también capitán Nicolás Estévanez, al  
protestar en el café de la concurrida acera del  Louvre. 
Pero el 
reporte de los hechos, que menciona a Ramon Santualla, también  demostró
 que no todos sucumbieron ante el terror de los voluntarios.
Igualmente señala el intento de rescate de los jóvenes estudiantes por 
cinco  negros armados con revólveres,  probablemente todos miembros de 
la secta Abakúa, quienes resultaron muertos en el intento al atacar a 
los voluntarios en las calles de La Habana Vieja, pero de ninguno se 
recogen sus generales.
Aunque se conoce que el negro Álvaro de la 
Campa, “hermano de leche” del estudiante asesinado Alonso, de iguales 
apellidos,  -ya que en ocasiones a los esclavos los nombraban como a sus
 amos- se lanzó con un puñal  contra el piquete de fusilamiento y  cayó 
 ultimado  traspasado por las  bayonetas ibéricas.
Ante el 
escándalo a escala nacional e internacional que ocasionó el suceso, el 
gobierno de España realizó una investigación, como resultado de la cual 
fueron demovidos de sus cargos el capitán general de Cuba, Blas Villate 
de la Hera, y su segundo al mando, Romualdo Crespo, al igual que 
Dionisio López Roberts, su principal instigador, promotor y culpable.
También en 1872 quedaron liberados los estudiantes sobrevivientes que habían sido condenados a penas de cárcel.
Ernesto Guevara fue uno de los primeros dirigentes que después de 1959 
habló en público de estos acontecimientos poco conocidos, el 27 de 
noviembre de 1961 en el acto por el aniversario 90 del fusilamiento.
Se refirió al sacrificio  de los cinco  negros “como noticia 
intrascendente que aún durante nuestros días queda bastante relegada y 
consideró que el hecho demostró (…) que había suficiente fuerza en el 
pueblo, de que no se podía matar impunemente, dan testimonio el que 
también hubiera algunos heridos por parte de la canalla española de la 
época”.
Actualmente continúan las indagaciones históricas para que
 las generaciones actuales y futuras honren a los mártires ya conocidos y
 a los anónimos del 27 de noviembre  de 1871,  quienes llevaron en sí, 
todo el decoro  de una ciudad aterrorizada.
Tomado de AIN
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