Por Paulo Moreira Leite, desde Brasilia
247 - Cuatro meses y diez días de vencer la segunda vuelta electoral
por la presidencia, el gobierno continúa contra las cuerdas.
Las movilizaciones a favor de la presidenta Dilma Rousseff del día
viernes 13 de marzo fueron significativas y mostraron que el gobierno
mantiene la conexión con su base de electores, pese a que ésta se hizo
más frágil tras la asunción del 1 de enero por el anuncia de medidas que
o eran innecesarias y por lo tanto equivocadas, o eran necesarias y
correctas pero fueron mal explicadas e incomprendidas, lo que da lo
mismo desde el punto de vista de la percepción política.
El tamaño de las protestas del domingo no necesita ser exagerado pero
fue enorme. Es imposible creer que la movilización de la Avenida
Paulista reunió un millón de personas como dijo la Policía Militar y
divulgó TV Globo, pero la divulgación de un número exagerado ayuda,
obviamente, a engordar artificialmente el apoyo social de los
adversarios del gobierno, siempre útil para quien desea fortalecer la
disposición de ir a las calles y ampliar la participación en nuevas
protestas que sin duda vendrán.
Pero sea como fuera, Brasil asistió el domingo a una protesta
colosal, una de las mayores de la historia. Sociológicamente hablando,
fue básicamente una parte de los votantes de Aécio Neves que fue a las
calles. Eran mayoritariamente ciudadanos de clase media, los más
influyentes desde el punto de vista social, económico y cultural.
Son ciudadanos que tienen a su favor medios que expresan sus
intereses, y tienen acceso a un Estado que, desde el punto de vista
histórico, siempre fue organizado para servirlos — una de las pocas
excepciones, lo sabemos, ocurrió en los 12 años de gobierno Lula-Dilma.
Muchos portaban carteles con denuncias contra la corrupción, pedían
más recursos para la educación; consignas que sirven para adornar el
paisaje y calmar conciencias que prefieren creer que no saben lo que
ocurre. También alegran a comentaristas políticos que, interesados en
presentar una visión favorable de las manifestaciones, necesitan darles
algún barniz de inocencia cívica.
En la práctica, quieren el fin del gobierno de Dilma Rousseff, por
cualquier vía, cualquier oferta del menú. El impeachment es la más
delicada y el golpe militar la más grotesca.
La realidad es que las protestas de este tamaño, con esta preparación
y especialmente este contenido, nos buscan reivindicaciones
específicas. Buscan el poder, disputan el Estado. Creen que es posible
desechar la necesidad de denuncias concretas capaces de comprometer a la
presidenta en un delito de responsabilidad para iniciar un proceso de
impeachment, tal como define la Constitución.
No quieren saber de calendario electoral, que forma parte de
indispensables reglas de nuestra democracia, por las cuales los
presidentes son electos directamente por el pueblo, cada cuatro años.
Trabajan en un universo político paralelo, en una sombra. La constante
referencia a una "intervención militar" y variaciones anuncian
abiertamente un intento de revertir el proceso democrático.
El esfuerzo por vestir las protestas con símbolos nacionales
—empezando por las casacas de la selección brasileña— muestra un tipo
peculiar de nacionalismo. En su "Historia de las Ideas Políticas", el
profesor Jean Touchard muestra que el fascismo e incluso el nazismo,
crearon un tipo peculiar de nacionalismo, "el nacionalismo de los
vencidos, de los humillados".
Parece obvio que, en el caso brasileño ese nacionalismo de los
vencidos no involucra una derrota militar, sino social, producida por
cambios relativamente modestos pero reales en las prioridades del
Estado, y también política, por la formidable expansión de derechos
ocurrida en los últimos años, lo que siempre fue inaceptable para
ciudadanos que el domingo, en la Avenida Paulista, portaban el cartel:
"Quiero mi país de vuelta".
Las movilizaciones pretenden, también, con la fuerza del número,
presionar a las instituciones del Estado, ya alineadas abiertamente
contra Lula-Dilma — desde el Ministerio Público al Congreso, pasando por
el Supremo Tribunal Federal y la Policía Federal —, para ignorar reglas
formales y escrúpulos políticos para abandonar al gobierno a su suerte.
Los gobiernos son electos para gobernar, lo que implica,
esencialmente, tomar medidas para el bien de la población. Este es su
papel esencial, su razón de ser, el motivo por el que piden votos para
todos los ciudadanos en una elección. Ahí está su test verdadero de
garantía de sobrevida.
Lo importante del momento reside en reconstruir relaciones
productivas con los movimientos sociales, en especial con los
trabajadores.
Fue ahí que los problemas del segundo mandato de Dilma comenzaron.
Ahí es que sel futuro del gobierno se agravará o se resolverá.
A Lula le cabe un papel cada vez más importante, esencial.
Para quienes creen que el gobierno es malo pero es mucho mejor de los otros que disputan su lugar, es necesario actuar rápido.
Texto original en portugués
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