LA HABANA. Seis meses después de tomada la decisión política de restablecer relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados, acaba de anunciarse en Washington y La Habana la concreción del acuerdo para formalizarlas y proceder a las aperturas de las respectivas embajadas.
Está claro que, por sí mismo, lo acontecido no elimina las
contradicciones existentes ni garantiza su solución, máxime cuando aún
persiste el bloqueo económico contra Cuba, considerado por el gobierno
cubano como un impedimento para la plena normalización de las
relaciones. También Obama ha reconocido esta realidad y nuevamente ha
solicitado al Congreso que derogue las leyes que respaldan esta
política, un objetivo difícilmente alcanzable en lo que resta de su
mandato.
Aun así, lo alcanzado constituye un hito histórico y plantea un nuevo
escenario de cara al futuro de las relaciones entre los dos países, con
implicaciones no solo simbólicas, sino prácticas en la conducción de
sus respectivas políticas.
En el caso de Cuba, implica el reconocimiento por parte de Estados
Unidos de la legitimidad del gobierno cubano y, en consecuencia, de la
legalidad de su política nacional, lo cual tiene importantes
consecuencias para el desarrollo de las futuras negociaciones.
Para solo citar algunos ejemplos, asuntos como la definición de
“tráfico de propiedades confiscadas”, término utilizado para desconocer
el derecho cubano a la nacionalización y sus relaciones con terceros; la
no aplicabilidad de la “doctrina del acto de Estado” para la protección
de los intereses cubanos en Estados Unidos o el desconocimiento de los
derechos intelectuales y de marcas cubanas en el mercado de ese país,
hasta ahora prácticas establecidas en la política estadounidense hacia
Cuba, constituyen actuaciones legalmente insostenibles en el contexto de
relaciones diplomáticas corrientes, por lo que en algún momento tendrán
que ser revisadas por la parte norteamericana.
También implica una transformación esencial del entorno en que se
desarrollan las relaciones internacionales de Cuba y su inserción en el
mercado mundial, al margen de lo que demore la eliminación del bloqueo
económico norteamericano. Ello tiene, además, resonancia hacia lo
interno de la sociedad cubana, sobre todo en el campo económico, pero
también en otras esferas de la vida nacional, envuelta en sus propias
transformaciones.
Para Estados Unidos el restablecimiento de relaciones diplomáticas
con Cuba constituye un precedente doctrinario en su política exterior
que no puede ser ignorado, toda vez que muestra una inteligente
adecuación no solo de la política hacia Cuba, sino en relación a los
cambios que están teniendo lugar en el resto del mundo, especialmente en
América Latina y el Caribe, tal y como ha dado a entender el propio
presidente Obama en su más reciente declaración y en otros momentos de
este proceso.
Lo más importante quizá, es que constituye un paso prácticamente
irreversible en las relaciones entre los dos países, cualquiera sea el
resultado de las elecciones presidenciales de 2016. Por otra parte,
jerarquiza y facilita la comunicación entre ambos gobiernos; consolida
el clima de la negociación para la solución de los conflictos y otorga
credibilidad al proceso de normalización de relaciones, estimulando a
las fuerzas que lo respaldan en Estados Unidos y en Cuba, más allá de
las diferencias y desconfianzas aún existentes.
Es también una señal para el mundo. A pesar de la asimetrías de poder
entre los dos países, ha sido posible resolver un complejo problema del
diferendo histórico entre ambos, mediante métodos pacíficos, en un
marco signado por la igualdad y el respeto a la soberanía de las partes,
lo que puede ser interpretado como un ejemplo de lo que debiera ser la
convivencia internacional, donde Estados Unidos desempeña un papel
determinante. Ello explica el respaldo que tal hecho ha tenido en todo
el planeta y las esperanzas que ha generado.
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Tomado de Progreso Semanal
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