quinta-feira, 30 de julho de 2015

LA CULTURA Y EL PODER

Jorge Gómez Barata

Comparto la opinión expresada por un lector: “Es más fácil especular sobre la cultura política que entender de qué se trata…” Por una curiosa paradoja, en casi todos los países, incluidas las grandes potencias, la política es la única esfera en la cual la dirección se ejerce de modo empírico. Lo extraño es que funciona.

El debate acerca de si el gobierno debe ser ejercido por sabios o profanos, se ha saldado a favor de los segundos. Aunque existen diversas exigencias asociadas a la edad, el origen, los antecedentes judiciales y morales, incluso acerca de la condición médica, en ningún país los candidatos son examinados para comprobar si están culturalmente aptos. 

Mientras la complejidad de los procesos sociales exige la integración y los enfoques multilaterales y la democracia promueve el accionar colectivo, los liderazgos políticos son individuales y, en la medida en que los líderes son cada vez más jóvenes, la experiencia comienza a perder vigencia. 

En la riqueza y ambigüedad del término, la cultura es un misterio. Se trata de la más abarcadora y trascendente creación humana, del más vasto y diverso conjunto de todo cuanto la humanidad crea y recrea, integrando con pluralidad y tolerancia, un conglomerado que incluye: verdades, mitos, conocimientos, dogmas, ideas y valores; así como instituciones y procesos sociales. 

La cultura es favorecida por la inteligencia, la espiritualidad y la tendencia al gregarismo que hacen única y excepcional a la especie humana, y se integra por la más gigantesca serie de casualidades que pueda ser imaginada. La cultura es la esencia humana y, asociada al poder, produce vértigos.

Aunque en muchas y prestigiosas universidades existen carreras de “ciencias políticas” o afines, ninguna enseña a gobernar. A ello se añade que la naturaleza del acontecer social excluye los laboratorios en los cuales se reproduzcan a escala o se modelen científica o matemáticamente los procesos sociales. No existen procedimientos para adquirir o traspasar el carisma propio de los liderazgos. ¿Acaso se trata de un don? 

En la mayoría de los países la naturaleza del sistema político conlleva una combinación entre institucionalidad y liderazgo, carisma y legalidad. La democracia y sus instrumentos, en especial las constituciones y las elecciones, garantizan la legitimidad del poder pero no la eficiencia y probidad de quienes lo ejercen. De ahí que los instrumentos legitimantes avanzados favorezcan la democracia ciudadana, los ejercicios revocatorios y los referéndum populares. 

En torno a esos procesos y al sistema de partidos imperantes, en casi todos los países occidentales se han formado élites, llamadas también clases políticas, que en los últimos doscientos años detentaron el poder. En algunos casos, la monotonía fue rota por revoluciones realizadas al amparo del derecho a la rebelión y más recientemente por movimientos sociales que promueven liderazgos al margen de la partidocracia y los aparatos. 

En América Latina, a pesar de diversas y notables excepciones, las complejidades de los procesos económicos, sociales, científicos y culturales, exige de los gobernantes y funcionarios de alto estándar, no sólo una sólida y vasta formación cultural general, sino una permanente actualización, no solo informativa. 

Misterios aparte, además de cultura general y la cultura política en particular y una determinada formación profesional, al gobernante moderno debería caracterizarlo la integridad moral, una inequívoca vocación de servicio, materialmente desinteresada y una sensibilidad especial para identificarse con los problemas y anhelos de las mayorías, especialmente con aquellos que como niños, ancianos, pobres, enfermos, emigrantes y minorías son vulnerables, desfavorecidos o excluidos. 

Gobernar es servir. Mandatario no es quien manda sino aquel que ha recibido un mandato que debe obedecer y honrar. En cualquier caso… Allá nos vemos.

La Habana, 30 de julio de 2015

Tomado de Moncada

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