Se han puesto en boga la “despolitización” y la “desideologización”. Pero estas, en el fondo, más allá de la voluntad personal, sustituyen unos criterios políticos por otros, una ideología por otra. Nadie está al margen de las políticas ni de las ideologías, digan lo que digan voceros de presuntas “modernidades”, según las cuales la historia no pasa de ser un simulacro fabricado por la política y por la ideología: es decir, por la política y la ideología que tales voceros rechazan y, por tanto, quisieran hundir en el olvido.
No se vive en el reino de las ilusiones. En lo que
tiene de real y aún más en lo que tiene de falacias, la llamada
globalización enmascara o intenta disimular grandes contradicciones que
perduran. Hoy oleadas de migraciones ponen trágicamente sobre el tapete
esa verdad y, en ella, la naturaleza de las potencias que tratan de
venderse como paradigmas de civilidad y democracia. Los hechos están a
la vista, para quienes quieran verlos.
No es una simpleza la proliferación —pudiera decirse que en muchas partes, pero aquí se habla de Cuba—
de banderas usadas como si fueran o pudieran ser meros adornos en
zapatos, ropa de todo tipo, carteras, pañuelos, vehículos… Parecería que
se hubieran perdido todas las normas, pero el fondo es más complejo que
las regulaciones. Estas, que deben existir civilizada y razonablemente,
no son más poderosas que la vida, ni se pueden confiar a la
espontaneidad, “a la buena de Dios”. La cultura tiene una función de
primer orden que cumplir, y no podrá llevarla a cabo sin conocer y
respetar la historia: no existe al margen de lo histórico, pero sus
deformaciones pueden traicionarlo.
No, la invasión de banderas no es un hecho banal
en ningún momento. No es algo que merezca pasar inadvertido, sin ser
objeto de atención por la ciudadanía en general y —parece necesario
advertirlo— por las instituciones que tienen responsabilidades
políticas, ideológicas, culturales. A la larga, son todas las de un
país, aunque los encargados de dirigirlas pudieran ignorarlo.
El espacio donde transcurren los hechos no es
solamente físico, sino también histórico y cultural, político,
ideológico. El despliegue, por todas partes, de banderas de los Estados
Unidos no sucede hoy en abstracto, sino en medio de un proceso tendiente a la normalización de relaciones diplomáticas
entre esa nación y Cuba. Ese proceso no significa —ni habrá de
significar eso su potencial logro, aunque este fuera cercano, y no
parece que vaya a serlo— que el imperio deje de ser imperio ni que Cuba
renuncie a su voluntad de soberanía.
Si por algo pudiera considerarse honesto al actual
presidente de la mayor potencia imperialista es por haber proclamado
que, al plantearse un cambio en la actitud visible de su país —no
hablamos aquí de aquel pueblo— hacia Cuba, su administración procura
lograr por otros caminos, con otra táctica, lo que no consiguió con más
de medio siglo de hostilidad desembozada. ¿Será necesario poner ejemplos
de ella? Quienes prefieran ignorarlos como si no hubieran existido, los
ignorarán aunque se les abrume citándoles hechos que han causado
muertes y otras desgracias.
Dejando a un lado los hechos propios del protocolo
en las relaciones internacionales —que algunos parecen dispuestos a
acatar solamente para abogar por el “apoliticismo” y aceptar los
designios imperiales—, si la bandera de los Estados Unidos representa a
un pueblo, merece respeto. Pero si es también, y aún nada lo niega, la
de un imperio agresivo que desde su fragua como nación aspiró a someter a
Cuba —y lo hizo a la fuerza desde 1898 hasta 1958—, de un imperio que
sigue generando masacres en el mundo, no hay por qué asumirla con
entusiasmo, aunque en algunos el entusiasmo se desborde.
Para percatarse de tal grado de entusiasmo basta
oír ciertos comentarios callejeros, y hasta leer algunos acogidos en
publicaciones cubanas, digitales en particular. Si se les difunde,
sirvan al menos para comprobar por dónde va parte del pensamiento, que
no es nueva, no solo para que se vea que somos amplios y democráticos.
¿Lo es el imperio? ¿Lo son sus servidores? No es de ahí de donde deban
venir nuestras normas, ni vienen nuestros ideales.
Aunque hoy se hable de corrientes neoanexionistas, lo de neo sale sobrando: son continuadoras del anexionismo contra el cual lucharon en el siglo XIX revolucionarios como José Martí.
Era una línea de pensamiento peligrosa por antinacional, por el
espíritu lacayuno que abonaba, aunque ya entonces estaba condenada al
fracaso, como sigue estándolo hoy. No solo porque en el siglo XX y en lo
que va del XXI la mayoría del pueblo cubano, con sus vanguardias, ha
seguido defendiendo la independencia, sino porque a los imperialistas no
les interesa que países “inferiores” sean parte de su “constelación de
estrellas”. Como dominios humillados sí los admitirían.
Ningún cubano o cubana que abrace la dignidad y
defienda a su patria debería desconocer ni olvidar la “Vindicación de
Cuba” escrita y publicada por Martí en 1889 para refutar maniobras
propagandísticas, ideológicas, de la prensa estadounidense. Nadie crea
que eso es cosa muerta, y que recordarlo con vocación patriótica es
anclarse en el pasado, como sostienen los interesados en borrar la
memoria histórica para confundir a los confundibles y desautorizar a los
revolucionarios. La tragedia de Puerto Rico, ¿es cosa del pasado? La martiana “Vindicación de Cuba” también defendía, de hecho, a esa tierra hermana.
En el actual contexto la bandera de los Estados Unidos
es cada vez más visible, dentro o fuera de borda, en autos que circulan
por calles cubanas. Tal “moda” empezó, al parecer, por vehículos de
propiedad privada —autos de paseo, motos, camiones, bicitaxis…— a cuyos
dueños supuestamente les asiste el derecho a exhibir en ellos lo que les
venga en gana, al margen de toda ley jurídica o moral. Pero ya empieza a
verse también en vehículos que pertenecen a instituciones públicas, a
organismos, a la esfera de administración estatal. Es el caso de la foto
que ilustra este artículo, tomada en la víspera del 10 de octubre de
este año en la vía habanera que se conoce como de Rancho Boyeros, para
la que sería honroso hacer valer su nombre oficial: Avenida de la
Independencia.
Todas las instituciones cubanas, sobre todo las
públicas —pero sin excluir a las privadas, que aumentan y también
intervienen de distintos modos en el uso del patrimonio histórico y
cultural—, tienen una alta responsabilidad, mucho más aún que en las
prohibiciones que puedan existir, o falten, en las imágenes que
difunden, y en la formación, en la persuasión de sus trabajadores y
trabajadoras, aunque no operen en el sector gremialmente llamado
cultural. Pero es obvio que la tienen de manera todavía más señalada si
son de ese sector, como la institución a la cual pertenece el vehículo
fotografiado.
Ello muestra un ejemplo concreto de una realidad
ante la cual las instituciones del país tienen mucho por hacer, y con
ese sentido se trae a los presentes apuntes. Aunque el asunto no es como
para cruzarse de brazos y anular el pensamiento, y sí para hacer los
necesarios reclamos de sesgo cultural, no se trata aquí a manera de
acusación enfilada a promover ninguna represalia ni, menos aún, cacerías
de brujas. Esto último va dicho como declaración de finalidad, y, si
hiciera falta, hasta para complacer a quienes con mayor o menor razón se
pronuncian contra tales cacerías. Pero tampoco ignoremos que entre esas
personas puede haber no solo incautos y bien intencionados, sino
igualmente interesados en que las brujas propaguen en la nación el
espíritu que conviene al imperio, no a la patria.
El autor de estas líneas no repetirá en ellas lo que ha escrito sobre el tema en otros textos, especialmente en ¿Banderas nada más? y en Más sobre banderas (inicialmente publicados en la página digital de Bohemia,
pueden leerse en las correspondientes ediciones impresas de esa
revista, y en otros órganos digitales localizables en la red). El asunto
es profundamente cultural, y no puede tratarse al margen de la historia
ni de los designios o desafíos de la política. Pero no faltan quienes
pretenden ignorarlos. A los artículos citados alude aquí el autor en pos
de la aconsejable brevedad, y con la ilusión de que no se le atribuya
ignorancia de hechos y conceptos que él conoce; pero también con la
certidumbre de que no hay páginas que agoten la realidad: ella siempre
las desborda, por muy minuciosas que fueran.
El segundo de aquellos artículos comienza
enalteciendo un acierto: el de familiares y colegas de la profesora
Angelina Romeu Escobar que le exigieron al conductor de la carroza
fúnebre donde iba a ser transportado el cadáver de la educadora, retirar
la bandera estadounidense puesta o admitida por él en la cabina del
vehículo. La retiró, pero ¿en virtud de qué fines y al amparo de qué
norma se había colocado esa insignia en un vehículo del sector estatal,
y, por añadidura, llamado a la mayor seriedad, a solemnidad incluso?
Tino y dignidad mostraron quienes reclamaron respeto para la memoria de
alguien que había abrazado el legado martiano en su vida cotidiana y en
el aula.
José Martí, quien luchó ejemplarmente por la
independencia de Cuba, sostuvo que esta debía ser libre de España y de
los Estados Unidos, y lo ratificó, en su célebre carta inconclusa a
Manuel Mercado, el día antes de morir en combate en la guerra que él
concibió y organizó para alcanzar el fin que sabía ineludible. Ese es el
mismo héroe que amaba al pueblo español, del cual vinieron sus padres;
que supo que en ese pueblo había amantes de la libertad de Cuba capaces
de combatir y morir por ella, como no pocos hicieron, y fue también el
mismo que, aludiendo al pendón de la metrópoli colonialista, escribió en
Versos sencillos al rememorar un espectáculo artístico,
español, al cual asistió: “Han hecho bien en quitar / El banderón de la
acera; / Porque si está la bandera, / No sé, yo no puedo entrar”.
(Cubarte)
Tomado de La pupila insomne
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