Con hilo fino se han de hilvanar los usos sociales e hibridaciones de
los símbolos cubanos para no confundir los escenarios políticos actuales
con una colonización cultural de nuevo tipo...
El meme de Mickey Valdés casi se hizo viral en las redes sociales,
antes que la polémica sobre el híbrido cubano-americano en los Lucas de
Verano plantara banderas contrapuestas entre blogueros y foros en línea.
Salido del video clip de Raúl Paz Hace falta, el muñeco mitad Mickey Mouse (léase guantes blancos, grandes zapatones y características orejotas) y mitad Elpidio Valdés (aunque si vamos a ser exactos sería como un 25 por ciento, dado que solo reproduce la porción facial del animado cubano), modela en las calles habaneras como parte del audiovisual de marras. Pero no fue hasta que el ratón con cara de mambí hizo aparición en el Lucasnómetro celebrado en agosto en el Karl Marx, que inició una polémica interesante y harto productiva en términos de cómo y bajo qué intenciones se pueden/deben usar los símbolos culturales cubanos.
En el marco de la reanudación de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, la simbiosis propuesta hace clara alusión a ese ente sociodemográfico tan debatido que es el cubanoamericano. Para muchos este “coqueteo” cartoonístico se traduce en un espíritu de reconciliación por los intensos años de ruptura diplomática entre ambos países que trajeron, y todavía traen, como consecuencia situaciones harto complejas para la sociedad civil cubana. Otros esgrimen la espada de Damocles contra todo intento de norteamericanización de la identidad nacional, que se traduce a la postre en una colonización cultural de nuevo tipo.
Unos y otros exponen razones: algunas lógicas, otras justificadas, muchas desde la experiencia, la ideología y cosmogonía personal y/o colectiva. Aunque, algo sí está claro: hasta las reinterpretaciones de elementos de aparente “inocencia” como los dibujos animados, pueden acarrear connotaciones muy peligrosas, incluso si no traen machete o blanden su guante blanco.
Para aportarle otro tono al debate en el mismo agosto y a propósito de los 45 años de Elpidio Valdés, Juan Padrón, creador del clásico infantil, defendía en la prensa nacional que la manigua de este carismático mambí “le había ganado la pelea al Pato Donald”.
En medio de esta polémica sobre la “reencarnación a lo cubano” del hijo pródigo de Disney, resulta imperdonable no remitirnos a ese artículo clave de la literatura política, que bajo las rúbricas de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, ofrece una especie de manual sobre comunicación de masas y colonialismo, bajo el sugerente título Para leer al Pato Donald (1971).
Esta lectura retomada y una revisión a la Teoría de la Comunicación, resultan herramientas pertinentes para confirmar que un híbrido como Mickey Valdés, aún pensado con “buenas intenciones”, no puede interpretarse como mera combinación animo-cultural. Y el que así lo entienda, peca de ingenuo.
Baste recordar que desde la propia fundación de la factoría Disney, sus creaciones y símbolos, sus usos y apropiaciones, como bien lo recalcan Dorfman y Mattelart, han servido para omitir y homogeneizar nacionalidades, en tanto endulzan su clara función de marca de fábrica registrada.
Las estadísticas así lo mostraron entonces, y todavía hoy lo muestran: en el imaginario colectivo de muchos países el ratón Mickey supera en popularidad al héroe animado de turno. Y no solo Mickey; toda la casa Disney tiene adeptos entre grandes y chicos, en detrimento de la propia producción nacional: ahí está el pato Donald y sus sobrinos, el tío Mc Pato, Tribilín, Daysi y Minnie, el gato Tom, las ardillas Chip y Dale, los ratones Gus y Jacques, Porky...
¿Lo más preocupante? Negar que tras esta aparente propuesta infantil no exista un intento de naturalizar, normalizar y legitimar, bajo la apariencia simpática de los personajes, un modelo de vida, una ideología y un sistema. “El lenguaje de este tipo de historieta infantil no sería sino una forma de la manipulación”, insisten los autores.
Es por ello que leer a Mickey Valdés invita a debatir sobre consumo cultural en esta reinterpretación del “proceso de invasión por la naturaleza-Disney”. Nada más previsor que aquellos análisis cardinales de Dorfman y Mattelart: “Para Disney, entonces, los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su ser, hay que bajarles los pantalones y darles una buena zurra. ¡Para que aprendan!”.
Neurálgico deviene analizar, entonces, qué sucede o sucedería cuando la propia invitación a la norteamericanización sale del propio patio. La inocencia sería un pecado de lesa historia: “El progreso, que viene desde afuera con sus múltiples objetos, es un juguete. (…) El despojo capitalista irrefrenable se escenifica con sonrisas y coquetería”, alertaban los teóricos.
Incluso, insisten más: “es posible advertir en esta colaboración benévola un neocolonialismo que, rechazando el saqueo desnudo del pasado, permite al nativo una mínima participación en su propia explotación”.
Sin descartar el espíritu del diálogo entre ambas naciones, sin renunciar al encuentro necesario entre ambas sociedades, no se puede propiciar tampoco la disgregación de la cotidianidad simbólica de la Isla a través de una cultura masiva ajena, diluyente. “Ya no puede escapar a nadie los propósitos políticos de Disney, tanto en estas pocas historietas donde tiene que mostrar sin tapujos sus intenciones, como en aquellas mayoritarias en que está cubriendo de animalidad, infantilismo, buensalvajismo, una trama de intereses de un sistema social históricamente determinado y concretamente situado: el imperialismo norteamericano”, alertan los ensayistas, previsoramente.
Muchos menos constituye la táctica tirar todas las piedras en el techo del ahora controvertible Mickey Valdés, quizás pensado con ánimo de mediación. No solo estamos ante la neocolonización occidentalista por emparentar a Disney con Padrón. O haga la prueba: ¿Cuántos de nuestros hijos, hijas, sobrinos van a la escuela con mochilas de Hannah Montana o con imágenes de Dora, la exploradora, estampada en las loncheras? ¿Cuántos de los jóvenes no portan en mochilas, pulóver, bolsas y gorras, banderas de Estados Unidos, Gran Bretaña o España? ¿Cuántos de estos mismos no poseen almanaques de los ídolos de las series multinacionales o de los MVP de las Grandes Ligas? ¿Cuántos no tienen afiches del crack brasileño Neymar o del estelar Lionel Messi; o simplemente forran sus libretas con el logotipo del fútbol club Barcelona?
No se predica, en lo absoluto, aplicar una persecución a lo Torquemada contra cualquier oferta audiovisual y cultural foránea; pero hay que admitir que la ausencia de una industria nacional nos coloca porcentualmente en desventaja ante una penetración cultural de diversa índole.
Terreno desocupado; terreno cedido. Y si es pertinente que la audiencia se eduque en una cultura crítica en medio de tanta pluralidad; la nación se debe (pre)ocupar, por integrar con mayor efectividad esa misma pluralidad. O no sería demanda frecuente de los jóvenes en su pasado Congreso que accesorios y productos relacionados con los símbolos se hicieran más asequibles económicamente, menos míticos humanamente.
“¿Dónde podemos encontrar una bandera cubana para ponerla en la oficina o en nuestro cuarto? ¿Dónde encontrar un busto de Martí, Mella, Guiteras, José Antonio, Che o cualquier otro patriota nuestro? ¿Por qué se venden sólo en divisas (y bien caros por cierto) los pulóver con la imagen del Che?”, son algunas de las interrogantes de periodistas y blogueros en trabajos relacionados. Preguntas que todavía hoy no tienen respuestas claras.
Escasea la producción industrial y mediática en la Isla en ese sentido; y faltan también estrategias comunicativas, ideológicas y comerciales eficientes a la sazón, cuando no están permeadas de puritanismos burocráticos y restricciones legales perfectamente debatibles.
Mickey Valdés solo vino a posicionar en debate un fenómeno nada nuevo. Dorfmann y Mattelart lo alertaron y advirtieron hace cuatro décadas; nosotros hace años presenciamos, desde la pasividad cómplice, esta variopinta colonización, que a todas luces se puede interpretar como una pluralidad cultural pero también como una diversidad desarraigada.
Tomado de Cubahora
Salido del video clip de Raúl Paz Hace falta, el muñeco mitad Mickey Mouse (léase guantes blancos, grandes zapatones y características orejotas) y mitad Elpidio Valdés (aunque si vamos a ser exactos sería como un 25 por ciento, dado que solo reproduce la porción facial del animado cubano), modela en las calles habaneras como parte del audiovisual de marras. Pero no fue hasta que el ratón con cara de mambí hizo aparición en el Lucasnómetro celebrado en agosto en el Karl Marx, que inició una polémica interesante y harto productiva en términos de cómo y bajo qué intenciones se pueden/deben usar los símbolos culturales cubanos.
En el marco de la reanudación de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, la simbiosis propuesta hace clara alusión a ese ente sociodemográfico tan debatido que es el cubanoamericano. Para muchos este “coqueteo” cartoonístico se traduce en un espíritu de reconciliación por los intensos años de ruptura diplomática entre ambos países que trajeron, y todavía traen, como consecuencia situaciones harto complejas para la sociedad civil cubana. Otros esgrimen la espada de Damocles contra todo intento de norteamericanización de la identidad nacional, que se traduce a la postre en una colonización cultural de nuevo tipo.
Unos y otros exponen razones: algunas lógicas, otras justificadas, muchas desde la experiencia, la ideología y cosmogonía personal y/o colectiva. Aunque, algo sí está claro: hasta las reinterpretaciones de elementos de aparente “inocencia” como los dibujos animados, pueden acarrear connotaciones muy peligrosas, incluso si no traen machete o blanden su guante blanco.
Para aportarle otro tono al debate en el mismo agosto y a propósito de los 45 años de Elpidio Valdés, Juan Padrón, creador del clásico infantil, defendía en la prensa nacional que la manigua de este carismático mambí “le había ganado la pelea al Pato Donald”.
En medio de esta polémica sobre la “reencarnación a lo cubano” del hijo pródigo de Disney, resulta imperdonable no remitirnos a ese artículo clave de la literatura política, que bajo las rúbricas de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, ofrece una especie de manual sobre comunicación de masas y colonialismo, bajo el sugerente título Para leer al Pato Donald (1971).
Esta lectura retomada y una revisión a la Teoría de la Comunicación, resultan herramientas pertinentes para confirmar que un híbrido como Mickey Valdés, aún pensado con “buenas intenciones”, no puede interpretarse como mera combinación animo-cultural. Y el que así lo entienda, peca de ingenuo.
Baste recordar que desde la propia fundación de la factoría Disney, sus creaciones y símbolos, sus usos y apropiaciones, como bien lo recalcan Dorfman y Mattelart, han servido para omitir y homogeneizar nacionalidades, en tanto endulzan su clara función de marca de fábrica registrada.
Las estadísticas así lo mostraron entonces, y todavía hoy lo muestran: en el imaginario colectivo de muchos países el ratón Mickey supera en popularidad al héroe animado de turno. Y no solo Mickey; toda la casa Disney tiene adeptos entre grandes y chicos, en detrimento de la propia producción nacional: ahí está el pato Donald y sus sobrinos, el tío Mc Pato, Tribilín, Daysi y Minnie, el gato Tom, las ardillas Chip y Dale, los ratones Gus y Jacques, Porky...
¿Lo más preocupante? Negar que tras esta aparente propuesta infantil no exista un intento de naturalizar, normalizar y legitimar, bajo la apariencia simpática de los personajes, un modelo de vida, una ideología y un sistema. “El lenguaje de este tipo de historieta infantil no sería sino una forma de la manipulación”, insisten los autores.
Es por ello que leer a Mickey Valdés invita a debatir sobre consumo cultural en esta reinterpretación del “proceso de invasión por la naturaleza-Disney”. Nada más previsor que aquellos análisis cardinales de Dorfman y Mattelart: “Para Disney, entonces, los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su ser, hay que bajarles los pantalones y darles una buena zurra. ¡Para que aprendan!”.
Neurálgico deviene analizar, entonces, qué sucede o sucedería cuando la propia invitación a la norteamericanización sale del propio patio. La inocencia sería un pecado de lesa historia: “El progreso, que viene desde afuera con sus múltiples objetos, es un juguete. (…) El despojo capitalista irrefrenable se escenifica con sonrisas y coquetería”, alertaban los teóricos.
Incluso, insisten más: “es posible advertir en esta colaboración benévola un neocolonialismo que, rechazando el saqueo desnudo del pasado, permite al nativo una mínima participación en su propia explotación”.
Sin descartar el espíritu del diálogo entre ambas naciones, sin renunciar al encuentro necesario entre ambas sociedades, no se puede propiciar tampoco la disgregación de la cotidianidad simbólica de la Isla a través de una cultura masiva ajena, diluyente. “Ya no puede escapar a nadie los propósitos políticos de Disney, tanto en estas pocas historietas donde tiene que mostrar sin tapujos sus intenciones, como en aquellas mayoritarias en que está cubriendo de animalidad, infantilismo, buensalvajismo, una trama de intereses de un sistema social históricamente determinado y concretamente situado: el imperialismo norteamericano”, alertan los ensayistas, previsoramente.
Muchos menos constituye la táctica tirar todas las piedras en el techo del ahora controvertible Mickey Valdés, quizás pensado con ánimo de mediación. No solo estamos ante la neocolonización occidentalista por emparentar a Disney con Padrón. O haga la prueba: ¿Cuántos de nuestros hijos, hijas, sobrinos van a la escuela con mochilas de Hannah Montana o con imágenes de Dora, la exploradora, estampada en las loncheras? ¿Cuántos de los jóvenes no portan en mochilas, pulóver, bolsas y gorras, banderas de Estados Unidos, Gran Bretaña o España? ¿Cuántos de estos mismos no poseen almanaques de los ídolos de las series multinacionales o de los MVP de las Grandes Ligas? ¿Cuántos no tienen afiches del crack brasileño Neymar o del estelar Lionel Messi; o simplemente forran sus libretas con el logotipo del fútbol club Barcelona?
No se predica, en lo absoluto, aplicar una persecución a lo Torquemada contra cualquier oferta audiovisual y cultural foránea; pero hay que admitir que la ausencia de una industria nacional nos coloca porcentualmente en desventaja ante una penetración cultural de diversa índole.
Terreno desocupado; terreno cedido. Y si es pertinente que la audiencia se eduque en una cultura crítica en medio de tanta pluralidad; la nación se debe (pre)ocupar, por integrar con mayor efectividad esa misma pluralidad. O no sería demanda frecuente de los jóvenes en su pasado Congreso que accesorios y productos relacionados con los símbolos se hicieran más asequibles económicamente, menos míticos humanamente.
“¿Dónde podemos encontrar una bandera cubana para ponerla en la oficina o en nuestro cuarto? ¿Dónde encontrar un busto de Martí, Mella, Guiteras, José Antonio, Che o cualquier otro patriota nuestro? ¿Por qué se venden sólo en divisas (y bien caros por cierto) los pulóver con la imagen del Che?”, son algunas de las interrogantes de periodistas y blogueros en trabajos relacionados. Preguntas que todavía hoy no tienen respuestas claras.
Escasea la producción industrial y mediática en la Isla en ese sentido; y faltan también estrategias comunicativas, ideológicas y comerciales eficientes a la sazón, cuando no están permeadas de puritanismos burocráticos y restricciones legales perfectamente debatibles.
Mickey Valdés solo vino a posicionar en debate un fenómeno nada nuevo. Dorfmann y Mattelart lo alertaron y advirtieron hace cuatro décadas; nosotros hace años presenciamos, desde la pasividad cómplice, esta variopinta colonización, que a todas luces se puede interpretar como una pluralidad cultural pero también como una diversidad desarraigada.
Tomado de Cubahora